• Diego Rivera (1886 – 1957)
  • Niños Almorzando,1935
  • Óleo /Fibracel
  • 60 x 80 cm
  • icono bandera México​

Reseña

Una de las características más importantes en la pintura de Diego Rivera fue su amor a retratar a nuestro pueblo y a las clases populares, en particular y con repetitivo esmero a los niños. En esta singular tela representa a dos niños, que han encontrado acomodo junto a una tapia de recios pedruscos. La canasta de fuerte tule y la bolsa de hirsuta pita indican que son portadores de la comida paterna. Al niño lo plasma hurgando en la canasta los alimentos, mientras que la niña, sentada sobre sí misma, en una posición estática la cual nos remonta a las figuras de los códices indígenas. Rivera amó intensamente las representaciones ideográficas de los códices mexicanos y trato de indagar sus secretos plásticos o simbólicos. El cuadro desborda una reflexiva ternura infantil. A través de una melancólica e inalcanzable belleza, Diego Rivera nos muestra su poderoso credo social y nacionalista.

Biografía del autor

El arte de Diego Rivera constituye uno de los pilares sobre los que habría de asentarse uno de los más pujantes movimientos de la pintura americana: el muralismo mexicano. Realizó una obra vastísima como muralista, dibujante, ilustrador y escritor, desarrollando al mismo tiempo actividad política. Diego Rivera, en formas simplificadas y con vivo colorido, rescata bellamente el pasado precolombino, al igual que los momentos más significativos de la historia mexicana: la tierra, el campesino y el obrero; las costumbres, y el carácter popular. La aportación de la obra de Diego Rivera al arte mexicano moderno es decisiva en murales y obras de caballete. Pintor revolucionario que buscaba llevar el arte al gran público, a la calle y a los edificios, manejando un lenguaje preciso y directo con un estilo realista, pleno de contenido social. Paralelamente a su esfuerzo creador, Diego Rivera despliega actividad docente en su país, y reúne una magnífica colección de arte popular mexicano. Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, mejor conocido como Diego Rivera, se convierte, a los tres años de edad, en niño prodigio de su ciudad natal, pues aprende a dibujar antes que a hablar. Su padre lo instruye en la anatomía, en la mecánica y en la ciencia. Asiste a colegios católicos, y desde entonces inicia sus cuestionamientos acerca de la verdad objetiva. El talento para la pintura se va desarrollando en él a lo largo de sus años escolares. Cuando apenas tenía diez años, la familia de Diego se traslada a la Ciudad de México. Allí obtiene una beca del gobierno para ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, en la que permanece hasta su expulsión en 1902, por participar en las revueltas estudiantiles de ese año. Las influencias que recibe en su estancia en la capital fueron variadas, y van desde las de su primer maestro, discípulo de Ingres hasta las de José Guadalupe Posada, grabador en cuyo taller trabaja Diego y cuya influencia es decisiva en su posterior desarrollo artístico. Cinco años más tarde, Diego, realiza su primera exposición, que es un gran éxito entre el público; esto le vale una beca del gobierno de Veracruz para proseguir su formación pictórica en España, en la escuela de San Fernando de Madrid. Desde allí realiza diversos viajes por Francia, Bélgica, Holanda y Gran Bretaña, entre 1908 y 1910, hasta establecerse finalmente en París el año de 1911. Durante este viaje es influenciado por el post-impresionismo, principalmente por el arte de Paul Cézanne, lo que le mueve a experimentar con el cubismo y otros estilos, en cuyo lenguaje Diego se desenvuelve con soltura, creando originales obras llenas de armonía. En el año de 1910 también exhibe cuarenta de sus trabajos en México con los que, pese a no haber desarrollado plenamente las posibilidades de su estilo vigoroso y enfático, obtiene una favorable acogida del público. Entre 1930 y 1934 Rivera reside en Estados Unidos. Entre las obras que realiza en este período merece ser destacado el conjunto que pintó en el patio interior del Instituto de las Artes de Detroit (1932-1933), donde elogia la producción industrial. Concluidos estos frescos, comienza la elaboración de un gran mural para el Rockefeller Center de Nueva York. Bajo el lema “El hombre en la encrucijada”, Rivera pinta una alegoría en la que ciencia y técnica otorgan sus dádivas a la agricultura, la industria y la medicina, pero la inclusión de la  figura de Lenin en un lugar destacado entre los representantes del pueblo provoca una violenta polémica en la prensa norteamericana. Ante la negativa de Rivera de suprimir la figura del líder soviético se destruye el fresco. Con algunas modificaciones y un nuevo título “El hombre controlador del universo”, Rivera vuelve a pintar el mismo tema en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México en 1934. De 1936 a 1940 Rivera se dedica especialmente a la pintura de paisajes y retratos. Ensayista y polémico, publica junto a André Breton un Manifeste pour l’Art Révolutionnaire (1938). En la década de los cuarenta continúa desarrollando su actividad de muralista en diversos sitios públicos, y sus obras seguían provocando polémicas; la más famosa de ellas fue “Sueño de una tarde dominical en la alameda” (1947) en el que plasma un paseo imaginario en el que coinciden personajes destacados de la historia mexicana, desde el periodo novohispano hasta la revolución. En este mural colocó la frase «Dios no existe» en un cartel sostenido por el escritor ateo del siglo XIX Ignacio Ramírez, el Nigromante, hecho que generó virulentas reacciones entre los sectores religiosos del país. El pintor mexicano lega a su país sus obras y colecciones: dona al pueblo la Casa-Museo Anahuacalli, donde se conservan sus colecciones de arte precolombino, y su casa en la Ciudad de México convertida, hoy en día, en el Museo Estudio Diego Rivera, que alberga obras y dibujos suyos, así como su colección de arte popular.