Reseña
El caballero Mateo, de Alejandro Obregón, titulado a veces también con fina poesía como El pequeño guerrero, ocupa un lugar especial en Sura Colombia porque fue la obra con la cual se inició la colección de arte en 1972. Pero este óleo, una de las versiones del tema pintada en 1965, también tiene un carácter particular dentro de la producción de Alejandro Obregón. En efecto, si se revisa aun someramente su obra de los diez o quince años anteriores se podrá constatar que ya desde entonces Obregón había abandonado el naturalismo y transformaba radicalmente la realidad a partir de la expresión de sus emociones, siguiendo una perspectiva que se remite a los esquemas poscubistas. De hecho, la crítica ha señalado a veces que el artista llega a su más alto nivel de madurez precisamente hacia 1966 fecha en la cual abandona el óleo y empieza a trabajar con acrílicos. Baste señalar que para la fecha de El caballero Mateo, Obregón ya ha pintado las obras que más impacto producen en el arte colombiano como Violencia y Homenaje a Gaitán Durán, ambas de 1962. Sin embargo, a pesar de la peculiaridad de esta obra, tampoco se debe olvidar que el retrato es uno de los problemas que más interesan al artista y que ya en años anteriores había realizado algunos muy significativos como el de Diego, su primer hijo, pintado en 1955, a los que viene a sumarse ahora el de Mateo, el hijo nacido de su matrimonio con la pintora inglesa Freda Sargent. Por lo demás, no puede establecerse una división tajante entre aquellos procesos pictóricos anteriores o contemporáneos y lo que nos aparece en El caballero Mateo porque también aquí encontramos los mismos intereses básicos acerca de la autonomía de la pintura y de la potencia del trazo. Quizá pueda afirmarse que este retrato ejerce un efecto de encantamiento: la bella figura del niño, perfectamente frontal y estática, nos atrapa con sus enormes ojos azules y nos resulta difícil dejar de mirarlo, de la misma manera que parece imposible dejar de mirar El caballero de la mano en el pecho, de El Greco, que tal vez pueda encontrarse dentro de la genealogía artística de esta obra. Y a los ojos de Mateo nos llevan otros elementos como los brochazos que definen los cabellos y los trazos rápidos y esquemáticos de la gorguera. Pero el conjunto de la pintura no se detiene allí y, forzosamente, la mirada salta a la mitad izquierda del cuadro que, por contraste, equilibra y completa la composición con el caballito de juguete que el pequeño guerrero sostiene con su manito que apenas logra cerrar dentro del guante poderoso. Al mismo tiempo descubrimos otros movimientos que pasan por las manchas de colores y por los trazos fuertes del vestido o del guante y por los rayones que generan texturas. Y después, aun sin pretenderlo, volvemos a la figura del niño, de tal manera que el proceso continúa para hacernos partícipes de la emoción del artista. Pero Obregón no quiere distraernos y, por eso, define un fondo de una economía total, rigurosamente plano, excepto por la franja oscura de la parte superior que compensa el peso de la figura y en medio de la cual, en color blanco, deja su nombre, en un gesto que quizá adquiere también un carácter simbólico, más allá de la firma habitual de un cuadro.
Biografía del autor
Alejandro Obregón nació en Barcelona en 1920, hijo de padre catalán y madre colombiana. Muy pronto la familia se traslada a Barranquilla. En 1939 estudia en la Escuela del Museo de Bellas Artes de Boston y en 1940 llega a Barcelona para estudiar en la Escuela de la Lonja de donde es expulsado por su rechazo a la tradición académica europea; a partir de entonces es autodidacta y completa su formación vinculándose a los círculos artísticos de la ciudad. En 1944 regresa a Colombia y a partir de entonces realiza numerosas exposiciones en las cuales va desarrollando su proceso expresionista; el mismo año es nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá y luego rector entre 1948 y 1949 cuando decide establecerse en París. En 1955 está de nuevo en Colombia, vinculado con el “Grupo de Barranquilla”. A partir de entonces se asiste a un amplio reconocimiento por parte de la crítica que, especialmente, a lo largo de los siguientes diez años ve en él al artista más influyente del país, premiado en numerosas exposiciones en el mundo entero. Muere en Cartagena en 1992.
Carlos Arturo Fernández – Grupo de Teoría e Historia del Arte en Colombia, Universidad de Antioquia